La felicidad de un hombre humilde.
Nos encanta comprar. Consumir alimenta nuestro ego y nos aporta
prestigio social. Y para conseguirlo estamos dispuestos a pactar con el
mismo diablo. Jornadas interminables, madrugones, hijos desatendidos…
nada pone freno a nuestro ansía de acumular objetos, casi siempre
innecesarios.
Somos lo que compramos. Antes que ciudadanos, somos consumidores y es precisamente
nuestra capacidad de consumo la que nos hace respetables a ojos de los
demás. Todo se compra y se vende. Pero la producción masiva y la
acumulación de deshechos están sacando a la luz problemas como el
agotamiento de las fuentes de energía, el deterioro del ecosistema, el
exceso de basura… además de hacer insalvables las desigualdades
sociales.
Incluso en los países más ricos, el ritmo que impone
el mercado es insostenible. Ni siquiera ellos se libran de contar con
grandes sectores de la población con dificultades para acceder a bienes
de primera necesidad, como la vivienda. Por eso, parece inevitable que
las posturas a favor de un consumo ético y responsable adquieran cada
vez más fuerza. Ya son muchos los ciudadanos que han adoptado
iniciativas personales en esta dirección. Algunos han decidido empezar
por controlar su propio gasto. De este modo, además de ahorrar, dejan de
estar sometidos a la dictadura de las grandes multinacionales.
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